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miércoles, 27 de mayo de 2015

La mosca


Era el inicio del día, los primeros rayos de la luz del alba, cuando ese frescor y ese entreluces, anuncian un día que será, como siempre en los veranos en la ribera del Ebro, cálido y luminoso. Cálido, con ese calor en el que las lagartijas buscarán sombra, luminoso con esa luz que fabrica un cielo azul, casi de cuento, tan azul que sobre un lienzo parecería exagerado. El estaba bocabajo desnudo sobre la cama, tapado su cuerpo solo con la sábana, asomando una pierna que, estirada, intentaba ganar algún frescor del alba, su brazo izquierdo colgaba mientras la mano derecha escondida bajo la almohada parecía buscar refugio bajo su cara. Dormía, y en ese dormir profundo, que intentaba negar la madrugada, llego élla, así, de improviso, como siempre. Sin plantearse, ni remotamente, que pudiera ser no bien recibida. En realidad él nunca pensó en decírselo pero jamás fue bien recibida, todo lo más, pacientemente tolerada. Sin pensárselo dos veces, se instalo en su  cama, él la oyó, sentir no pudo pues evitó tocarla, pero prefirió hacerse el dormido, en un vano intento de que ella le respetase, se quedo quieto, con los ojos cerrados intentando no sentir lo inevitable. Inquieta como siempre, comenzó a rozar su piel, le hizo cosquillas, sensacion molesta cuando es impuesta. Se aparto de élla violentamente, solo sirvio para una tregua, volvió a intentar tocar su cuerpo, él desistio de hablar, creía firmemente, sabía que no serviría de nada. Por un momento penso que se había marchado e intento dormitar, cuando parecia haberse ido la oyó otra vez y sintió en su cara el roce de élla misma, su misma insania. La apartó
de un manotazo violento y torpe, que nada consiguió, solo encenderla, paso a su esplada, explorando sus hombros, descubriendo su cuello, haciendo insoportable la madrugada y siguió con su juego invasivo, con su inadecuada presencia. Se levantó al fin intentando echarla, más nada le sirvio, solo el desvelo sirvió de recompensa a sus anhelos. Se acostó sintiendo rabia, una rabia cada vez más encendida, solo muerte, su muerte pararía aquello, y la pensó, cerrando bien los ojos, haciendose el dormido y recreo su mente en verse libre de aquella relación indeseada. Y así muy quieto esperó, esperó que élla volviese y, al sentirla, descargó de un solo golpe, rápido y certero, toda su furia. Al fin lo habia logrado, su cuerpo estaba allí junto a su cama, quieta, muerta por fin de madrugada. La mosca no volvería a molestarle, no volvería a oir su zumbido inconfundible acercándose al oído en su llegada, no sentiría el tacto por su cuerpo haciendole cosquillas al moverse, podría dormir al fin hasta mañana. 


Alberto Prieto Hernández. La mosca, 2001.